Era una lluviosa noche de invierno, los relámpagos centelleaban al son de un vals mudo que bailaban las farolas. Todos estaban reunidos en el salón, decorado con un árbol de navidad por allí y una botella de cava por allá, menos el ya arrugado rostro del abuelo que se ausentaba como ya era costumbre desde hacía tres años durante unas horas.
Caminaba ora nervioso, ora casi paranoico por el pasillo de
la entrada esperando la entrada del amor de su vida que siempre aparecía entre luces, sombras y,
finalmente, con un destello de luz proveniente del más allá. Era curioso ver su
rostro cada navidad, ese amor perdido que no volverá que cantan muchas
canciones, para él era una mera ilusión; recibía en alma a ser que más había
amado en los últimos cincuenta años.
Esa luz lo cubría tan tenuemente que alcanzaba la escala del
destello de los ojos tristes de un adolescente que conoció el amor por primera
vez; su cuerpo, danzaba sobrevolando el parquet que sostenía las incansables
piernas de aquel viejecito.
La familia como todo grupo de humanos miserables, ansiosos
por envejecer más y con peor salud, se dedicaba a comer ansiosamente de los
manjares de la gran mesa de roble con bordes que ya no terminaban en un ovalado
pico sino en un mantel rojo con pequeñas migajas. La gran lumbre, por su parte,
se dedicaba a darles con gran repulsión haces de luz y calor del barato para
mantenerlos, un instante más, con vida.
La luz del viejo pasillo no sabía si encenderse o apagarse:
estaba agonizando. Un par de figuras flotantes y casi inertes subían las
escaleras; a cada paso que daban, el sonido de un dulce beso retumbaba en toda
la casa. Se acercaron a una gran puerta entreabierta de la cual surgía un calor
latente que se sentía casi ferviente alrededor del pomo, de repente, todo se
hizo humo.
La transparente figura con grandes barbas descendió
lentamente junto con la del vestido de noche hacia una cama con sólo una
persona recostada. Se apagaron las luces; quedó todo totalmente oscuro y la
tímida sinfonía de aquel cuerpo con su vida se detuvo.
Todo se hizo luz, pero no una luz de vida sino una luz de
otro mundo. La figura femenina surgió de nuevo y esta vez estaba triste y
tendía su mano al cuerpo del abuelo cuya esencia saltó hacia ella con la
vitalidad de hacía ya demasiados años; y lentamente se fundieron en un abrazo eterno,
sincero, enamorado.
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